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Adictos a nuestras opiniones

  • Foto del escritor: Mauricio Bertero
    Mauricio Bertero
  • 2 sept 2013
  • 5 Min. de lectura

Talking Heads

Los seres humanos hemos sido educados para regirnos según nuestra "conciencia moral". Es decir, para tomar decisiones basándonos en lo que está bien y en lo que está mal. Desde niños se nos ha premiado cuando hemos sido buenos y castigado cuando hemos sido malos. Así es como nuestros padres -con su mejor intención- han tratado de orientarnos. Pero esta fragmentación dual es completamente subjetiva. De ahí que cada uno de nosotros tenga su propia moral.

Prueba de ello es el capitalismo. Para unos está bien, pues consideran que este sistema promueve el crecimiento económico y la riqueza material. Para otros está mal, pues aseguran que se sustenta sobre la insatisfacción, la desigualdad y la destrucción de la naturaleza. Lo mismo sucede con las empresas, los partidos políticos, las instituciones religiosas y, en definitiva, con el comportamiento mayoritario de la sociedad. Una misma cosa, persona, conducta, situación o circunstancia puede generar tantas opiniones como seres humanos las observen. Dependiendo de quién lo mire -y desde dónde lo mire-, será bueno o malo; estará bien o mal. De ahí que, a la hora de hacer valoraciones, todo sea relativo.

Anatomía de la moral

'Detrás de cualquier prejuicio y estereotipo se esconden el miedo y la ignorancia" (Ryszard Kapuscinski)

Podríamos definir la moral como nuestro dogma individual. Un punto de vista sobre cómo deben ser las cosas. Este es el motivo por el que muchos intentamos imponer nuestras opiniones sobre los demás. Al identificarnos con nuestro sistema de creencias, creemos que el mundo debería ser como nosotros pensamos. De ahí que mantengamos "batallas dialécticas", juzgando, criticando e incluso tratando de imponer nuestra verdad a aquellos que piensan y actúan de forma diferente. En estos casos, más que compartir, lo que buscamos es demostrar que tenemos la razón. Cabe preguntarse: ¿qué obtenemos cuando conseguimos "tener la razón"?. Por muy sofisticados que sean nuestros argumentos, este tipo de conductas solo ponen de manifiesto nuestra falta de madurez emocional.

Las personas intolerantes y dogmáticas estamos convencidas de que las cosas están bien o mal en función de si están alineadas con la idea que tenemos de ellas en nuestra cabeza. En esta misma línea, los demás son buenos o malos en la medida en la que se comportan como nosotros esperamos. Así, la conciencia moral actúa como un filtro que nos lleva a distorsionar la realidad. Es la responsable de la mayoría de los conflictos que destruyen la convivencía pacífica entre los seres humanos. No es otra cosa que la suma de nuestros prejuicios y estereotipos. Y se sustenta sobre dos pilares: nuestras interpretaciones subjetivas y nuestros pensamientos egocéntricos. De ahí que limite nuestra percepción y obstaculice nuestra comprensión, siendo una constante fuente de lucha, conflicto y sufrimiento.

La realidad es neutra

"La realidad suele ser más amable que las historias que contamos acerca de ella" (Byron Katie)

Al empezar a cuestionar y trascender el condicionamiento a partir del cual hemos construido nuestra moral, nuestro nivel de comprensión y de sabiduría crecen. Y, como consecuencia, empezamos a regir nuestras decisiones y nuestro comportamiento según nuestra "conciencia ética". Ya no etiquetamos las cosas como buenas o malas. Más que nada porque sabemos que las cosas son como son. Y que cualquier etiqueta que le pongamos será una proyección de nuestros pensamientos y creencias. Así es como comprendemos que las cosas no son blancas o negras, empezando a discernir los infinitos matices grises que existen entre uno y otro extremo.

En este sentido, el capitalismo no es bueno ni malo. Más bien es como es. De hecho, podemos concluir que se trata de un sistema que promueve el crecimiento económico y la riqueza material. Y también que se sustenta sobre la insatisfacción y la desigualdad de los individuos y la destrucción de la naturaleza. Sin embargo, esta definición no lo convierte en algo bueno o malo. Estos adjetivos no forman parte del capitalismo, sino de nuestra manera subjetiva de verlo.

En la medida en que trascendemos nuestra percepción moral de la realidad, podemos renunciar a que el mundo sea como nosotros hemos determinado que debe ser. Principalmente porque el mundo y todo lo que en él existe y acontece tiene derecho a ser tal como es, de la misma manera que nosotros tenemos derecho a ser tal como somos. Más allá de que estemos de acuerdo o no con lo que sucede, desde un punto de vista existencial es completamente legítimo que todo suceda tal y como está sucediendo. Y esta postura nada tiene que ver con la resignación, sino con la aceptación. La diferencia entre una y otra es nuestro grado de comprensión acerca de aquello que estamos observando. La realidad es neutra. Verla de este modo requiere ir más allá de las limitaciones de nuestra mente.

La conciencia ética

"Si juzgas a la gente no tienes tiempo para amarla" (Madre Teresa de Calcuta)

Al trascender nuestra subjetividad empezamos a ver, a comprender y a aceptar que las cosas son como son. Así, la conciencia ética se sustenta sobre dos pilares: la objetividad de nuestras interpretaciones y la neutralidad de nuestros pensamientos. A diferencia de la moral, que nos guía hacia la división y el conflicto, la ética nos mueve hacia la unión y el respeto. No se posiciona ni a favor ni en contra de lo que sucede. Adopta una actitud neutral, yendo más allá de cualquier noción dual. No importa cómo sea la persona o la situación. Ni tampoco lo que esté diciendo, haciendo o sucediendo. Al guiarnos por nuestra conciencia ética no perdemos el tiempo juzgando ni criticando porque no interpretamos ni etiquetamos la realidad como buena o mala, y gracias a esta nueva visión más objetiva empezamos a cultivar la humildad, una cualidad que nos permite comprender que las cosas siempre tienen una razón de ser que las mueve a ser como son. De ahí que frente a cualquier circunstancia de nuestra vida, la ética nos motive a elegir de forma voluntaria los pensamientos, las palabras y las conductas más beneficiosas para nosotros, los demás y el entorno.

Al regirnos por nuestra conciencia ética no juzgamos moralmente el capitalismo -por terminar con este ejemplo-, sino que invertimos nuestro tiempo, esfuerzo y energía para interactuar en este sistema de forma objetiva y neutra, orientando nuestra existencia al bien común. En este sentido, la conciencia ética nos inspira, tal como dijo Mahatma Gandhi, a "ser el cambio que queremos ver en el mundo". Curiosamente, la felicidad es la base sobre la que se asienta la ética, y esta, la que permite preservar nuestra felicidad. De ahí que más allá de ser buenos, lo importante es que aprendamos a ser felices.

La verdad no puede imponerse

Por más que hablemos sobre la necesidad de promover un sistema y unas empresas más éticas, lo cierto es que la ética -a diferencia de la moral- no puede imponerse. Sería tan falso y violento como obligar alguien a ser amable. Al contrario, la ética puede servir de inspiración través del ejemplo, del mismo modo que la amabilidad de una persona puede despertar esta cualidad en nuestro interior. Y entonces, ¿qué es la ética? Etimológicamente, procede de un vocablo griego, que significa "modo de ser", "carácter" y "predisposición permanente para hacer el bien". Es decir, que podría definirse como la manera natural de relacionarnos cuando vivimos conectados con nuestra verdadera esencia. Y dado que la ética es el principal fruto de la consciencia y la sabiduría, siempre nos inspira a dar lo mejor de nosotros mismos en cada momento. No en vano, parte de la premisa de que lo que damos a los demás nos lo damos en primer lugar a nosotros mismos.

Fuente: Borja Vilaseca, en El País, España.


 
 
 

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